13 Sep 2007
Escrito por: Braulio Orellana el 13 Sep 2007
Cinco y treinta de la tarde.
Guayaquil es un horno y el tráfico se ha vuelto insoportable. Realmente la
estaría pasando mal si no fuera por ese sudoroso trabajador de una gasolinera
en La Puntilla que por tres dólares surtió el acondicionado del vehículo. Una
recargada simple no pasa de los 40 dólares pero es viernes de diversión y el
administrador ha salido temprano, así que el concho del barril
de nitrógeno que debió ser reemplazado está ahora en manos de los llanteros,
que -como aves de rapiña- lo disputan y lo ofrecen al mejor postor y nosotros
–gracias San Judas Tadeo!- hemos llegado en el momento indicado.
Faltan veinte minutos para las seis,
la hora pactada con el editor general del diario Extra de Ecuador y hay que
darle una bombeada al acelerador. Henry Holguín es un colombiano de Cali que
hasta hace tres meses se movilizaba con un celoso y malhumorado guardaespaldas,
que no era un simple protector, de esos que ofrecen su
servicio por el solo hecho de haber cumplido su servicio militar obligaorio,
todo lo contrario, el muchachón era nada menos que un comando de la policía, de
esos que sin contemplaciones se baten a balazo limpio con los bad boys guayaquileños.
El hombre estaba ranqueado. Una vez
–cuenta casi extasiado y al borde del orgasmo emocional- que tuvo que meterle
plomo a dos delincuentes juveniles que –drogados y armados- asaltaban
a los pasajeros de un bus en el suburbio de la ciudad. Yo estaba al final de la
fila, o eran ellos o era yo, así que decidí por lo primero antes de correr
despavorido, dice.
Holguín había sido amenazado de
muerte desde las lúgubres celdas de la Penitenciaría. Un cabecilla que no
estaba contento con las publicaciones de Extra había ordenado su ejecución por
treinta mil dólares. Al final, fueron tantos los intermediarios que el elegido
sólo recibió cinco mil de los billetes verdes por ejecutar el encargo. Al final
de la historia –por obra y gracia del que está arriba, como dice Holguín- todos
sus verdugos terminaron muertos, en confusas balaceras o en enfrentamientos con
la policía local.
Prendo la radio. Música de Kudai, no
me gusta. Paulina Rubio, puede ser, pero ahora no. Paul Muriat en la radio, lo
dejo ahí, se me vienen a la mente recuerdos de mi padre con su viejo long
play disfrutando la canción del Padrino 2. Respiro el aire
helado del acondicionado. Afuera es otro mundo, mentadas de madre, hijueputa
por aquí, hijueputa por allá y un bus de la 108 que le cierra el paso al
peugeot de una desconcertada rubilinda. Inconfundible, ya estoy en el centro de
la ciudad.
A diez minutos de la transitada Nueva
de Octubre vive Henry Holguín, en las colinas de Bellavista. Algo así como el
cerro San Cristóbal en Lima pero con caché. Está a dos minutos
del diario Extra, una ubicación estratégica que le permite ir y venir a la hora
que sea para revisar la edición de este moustro impreso, el tabloide más
polémico y más vendido en la historia del Ecuador.
En Extra no importa que sus enormes y llamativos titulares –que incluyen
espeluznantes fotos a todo color- informen sobre el descabezamiento de una
bella mujer o el desmembramiento de un conocido brujo mexicano. Menos aun
importa que su precio sea de 0.35 centavos de dólar cuando su modesto y
bastante lejano competidor –Súper- se venda diez centavos menos. En el
Perú el precio de un diariochicha –de los más de doce que existen
sólo en Lima- está en el orden de los 0.50 céntimos de sol, es decir, unos 0.15
centavos de dólar.
El sensacionalismo, que es donde se ubica Extra -que
vende 180,000 ejemplares al día y 220,000 los lunes por el suplemento de
mujeres desnudas- presenta en sus noticias la exaltación desmesurada de los
elementos gráficos y de color, sin que la información –como nos consta- deje de
ser cierta.
La adicción
Ya estamos en la casa de dos pisos de
Holguín, sí que cuesta subir esa colina, tan vertical. Son casi doscientos
metros sobre el nivel del río, el yaris sube en primera,
aunque valga la pena hacer la nota no es saludable –hablando de fierros- forzar
el motor. Un gran pitbul negro nos recibe en la puerta… sereno moreno!.
Con su café entre manos -tan adictivo como la Extra- y con
decenas de amarillentos recortes periodísticos -que recuerdan el atentado que
sufrió en Cali en 1987 y del que salió bien librado pese a los ocho impactos de
bala- Holguٳn refiere sentirse orgulloso de dirigir este diario, a pesar de los
cientos de detractores que tiene y de las decenas de amenazas de muerte que le
llueven a menudo.
Este género periodístico –que algunos llaman subgénero- no es sino el
más cercano al salvajismo y a la corriente primigenia que los humanos llevamos
dentro, dice Holguín.
Muchos nos llaman sensacionalistas y amarillistas, sin embargo estos dos
conceptos difieren fundamentalmente, explica este caleño con 57 años encima, 44
de ellos dedicados al ejercicio periodístico y casi todos al filo de la navaja.
Actualmente es considerado el gurú de la crónica roja en el Ecuador.
Nosotros no inventamos nada. Todo lo que publicamos es lo que ha
realmente ha ocurrido. Sin embargo echamos mano de todos los elementos
sensacionalistas de los que disponemos para matizar y para hacer atractiva la
noticia, detalle que a nuestros lectores fascina y a mí regocija. Somos la
historia diaria de esta sociedad, injusta y hambrienta, refiere.
El amarillismo, dice, se vale de la
mentira y de la invención para elaborar las noticias más escabrosas o para
silenciar otras. Nosotros no estamos en ese rubro como sí lo están, incluso,
algunos de los que se consideran diarios serios en este país.
El gurú
A los 13 años Holguín hizo su primera nota radial en Cali y jamás –como
suele suceder en estos casos- imaginó que cuarentaicuatro años después se
convertiría en el autor intelectual de la noticia hecha sangre, de la
información controversial y sin tapujos y de la fotografía sin maquillaje y sin
retoques.
No hay todavía un periodista local de su talla que le pueda arrebatar
esa distinción y menos aun el cargo. No es gratuito por ello que Galo Martínez
Leisker, propietario de Gráficos Nacionales, -la empresa que edita Extra y Expreso-
tuviera que “extraditarlo” de Colombia las dos veces que salió expectorado de
la editorial.
Los periodistas de ahora –agrega- han perdido la emoción y la pasión por
la crónica roja y los que la ejercen lo hacen sólo por el sueldo o porque no
tienen otra cosa que hacer. El buen reportero sangriento –como lo he sido yo-
es aquel que no vomita cuando ve a un muerto destrozado o aquel que va
presuroso al lugar de donde los otros regresan titiritando de miedo.
Se está creando una generación de periodistas sumamente lights que
egresa de las universidades convencida de que todo lo que significa sangre y
muerte está fuera del alcance periodístico, aun cuando la crónica roja -añade-
ha ocupado un importante lugar en las páginas de la mayoría de diarios
latinoamericanos.
Recuerda que El Tiempo de Bogotá publicó las crónicas
de las masacres de Tirofijo o de los grandes bandoleros de los
años 50 y 60 en las que se incluian fotos escalofriantes en primera página de
cuerpos destrozados y cabezas deguelladas con los famosos cortes franela o corbata.
Detiene la conversación. Mira el fondo de la pequeña vasija y repara que
el café se ha agotado –Un día no es sabroso sino tomo cuatro de estas tazas -.
Hace una pausa. Levanta la mirada para dar un último suspiro. Nosotros en Extra gritamos
todos los días contra la injustica social, no nos vamos a detener nunca y sí,
me alegra dañarle el desayuno a los cómodos y a los que creen que viven en un
país virtual que no existe.
Para el corto plazo Henry Holguín está planificando formar una escuela
de reporteros de este género periodístico. No hay periodistas de crónica roja
porque no existe un solo curso universitario sobre la materia y porque además
no hay profesores que la impartan, puntualiza.
Un prolongado silbido abajo en la calle lo retrae. Es César Contreras,
el reportero de la tarde que llega presuroso a su domicilio. Le trae la edición
adelantada de Extra. Treinta segundos de rápida lectura y repara en
la página nueve un error de impresión. De inmediato ordena -por celular- parar
la rotativa. Lo bueno de vivir cerca es que tengo la oportunidad de leer el
diario antes de que salga a luz, así puedo detener las máquinas antes de que
sea tarde.
La crónica roja la llevo en mis venas, no podría hacer otra cosa, pero
ya estoy cansado. En poco tiempo me veo con mi mujer administrando un pequeño
hotel en la playa y terminando de escribir un par de novelas que han quedado
inconclusas. Un par de novelas que darán que hablar, particularmente una de
ellas que espero vea la luz cuando yo no esté en este mundo. Me conviene
realmente estar allá arriba por todo lo que implica su contenido.
La otra cara
César Ricaurte es uno de los más encarnizados críticos del género y ha
sostenido apasionados debates con Holguín. Ricaurte sostiene que al publicarse
noticias sin contexto que describen y enumeran los hechos delictivos se genera
una sensación de terror y de pánico colectivo. La gente tiende a armarse y a
atrincherarse en sus casas, a cerrar los barrios y a recurrir cada vez más a
los linchamientos públicos. Si bien existe una base real de hechos delictivos en
alza, es muy peligroso presentar las cosas como si las ciudades estuvieran
tomadas por la delincuencia. Las estadísticas y los estudios indican que eso no
es real.
Entonces, ¿porqué se consume la
crónica roja?. Recordó que hace algunos años, cuando hacía un diplomado en la
Universidad Andina asistió a un taller con la profesora española Amparo Moreno.
Ella había estudiado a fondo el fenómeno de los tabloides españoles (el
equivalente a los diarios sensacionalistas del Ecuador) y llegó a la conclusión
de que la gente de los sectores populares compraba los diarios de este tipo
porque son los únicos que hablan de ellos y son los espacios de prensa que los
tornan en protagonistas de las noticias de primera plana, aunque sea a través
de episodios de sangre y violencia.
En los últimos 25 años Ecuador ha registrado un crecimiento sostenido de
la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes. Pasó de 6,4 a finales de los
setenta a 15 homicidios por cada 100.000 habitantes a finales de los noventa,
según un estudio de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales con sede
en Ecuador.
Mientras tanto, el médico forense y psiquiatra, Juan Montenegro, quien
además es director de la Morgue de Policía de Guayaquil, explica que los
diarios sensacionalistas y de crónica roja no hacen sino difundir un mensaje
subliminal que llega a los estratos sociales más ignorantes para hacer que
estos -como en una catarsis- convivan y se gangrenen con una violencia de la
que ya son parte.
El diario que difunde la noticia o la fotografía de un hombre que tuvo
que ahorcarse porque no podía seguir manteniendo a su familia o de aquel que se
disparó un tiro porque la mujer lo abandonó, no hace sino enseñarle a ese
lector, con poca autoestima, ignorante y desempleado, que el camino más fácil
en caso de llegar a una situación similar es quitándose la vida.
Montenegro ha colgado en su gélida
oficina de la Morgue medio centenar de reconocimientos por su labor forense. Es
un viejo conocido de la prensa local y no ha dudado nunca en abrir las cámaras
frigoríficas a los reporteros y fotógrafos que entran y salen del edificio como
en su casa .
Es una suerte de proveedor de sangre para los cronistas rojos y sabe que
sin su complacencia, estos no podrían regresar a sus salas de redacción.
Siempre hay un muerto con una historia que contar, dice mientras firma el
formulario que autoriza a los familiares de un joven pandillero –asesinado en
un supuesto ajuste de cuentas- darle cristiana sepultura. Por cierto, sus fotos
ya están en la rotativa de Extra.
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