viernes, 17 de agosto de 2012

La historia de amor de una ciudad y un "colombiche"


¡"Amo a Guayaquil, con la
 intensidad con que se
 ama a una mujer prohibida!"

"No nací aquí, pero soy de aquí. ¿Cómo explicarlo?..."

Por Henry Holguín
Cuando era niño, en la humilde casa llena de flores donde vivía con mi abuela, la vieja Rosario andurriaba hasta la media noche conmigo colgado de su faldón, medio dormido, esperando a que se sentara en la mecedora a recibir la brisa del rio Cauca, para dormirme en sus brazos.

Era entonces, cuando entre gallos y media noche, mi abuela conectaba el viejo radio Philips y esperaba con infinita paciencia que las emisoras colombianas cortaran su programación y se despidieran del aire.
Venía entonces un momento mágico, en que se iban las cumbias, la salsa y los vallenatos y, con sonidos de estática que indicaba lejanía, entraban los pasillos y los valses.
-Es la música de Ecuador...-me explicaba la abuela- es una emisora de Guayaquil que entra cuando las colombianas apagan la señal...se llama Radio Cristal...
- Y que es Guayaquil, abuela ?
- Me han dicho que es un pueblo grande al lado de un rio enorme- respondía Rosario casi musitando entre sus arrugas-y allí nació este negro bello que está cantando...
Así escuché por primera vez "Fatalidad" y me envolvió en su cálida voz el guayaquileño inmortal: Julio Jaramillo.


Después, hablando con mi primo Rafael, "don Bala", quién venía al Ecuador cada seis meses saliendo desde Colombia a caballo junto con sus vaqueros y regresaba arreando 100 o 200 reses que compraba por los lados de Pedro Carbo, el me explicaba, con nostalgia infinita, que Guayaquil era una bella "ciudad de madera, con casas muy elegantes, con un astillero famoso en el que se construían barcos que navegaban por el mundo entero y con "los mejores requinteros del mundo" que tocaban una música triste y enamorada. "Don Bala" había visto personalmente a Julio Jaramillo cantar en un sitio que se llamaba y se llama "El rincón de los artistas" y hablaba maravillas de las sabrosas noches guayaquileñas, de sus bellas damas, del cacao, su principal producto de exportación y del malecón al lado de un rio "por lo menos 4 veces mas grande que el Cauca, mijito."

Así se forjó en mi mente de niño la imágen, no muy alejada de la realidad, de este Guayaquil al que he venido a vivir y a morir al final de mis años.

Crecí pues, arrullado por los pasillos de Julio y de Olimpo, por la música de Carmencita Lara, y me dormí en los brazos de mi abuela alcahueta muchas noches escuchando al final de la programación la voz ronca de Carlos Armando Romero Rodas- hoy, mi inolvidable amigo por siempre y para siempre- despidiendo la programación de su entrañable y guayaquileñísima emisora.

Años después, cuando los avatares de mi vida loca me llevaron a administrar una lujosa discoteca caleña, tuve otro encuentro con este Guayaquil de mis amores. Se jugaba un partido entre el América de Cali y el Emelec de Guayaquil por la copa Libertadores, y un grupo de hinchas azules andaban como gitanos sin rumbo por las calles de Cali en un bus, buscando un poco de diversión y de cariño. Recuerdo que entraron primero dos y preguntaron si los podíamos recibir, pues en algunos sitios los fanáticos rojos ni los dejaban arrimar. Recuerdo sus camisetas azules y su miedo, pues pensaban, como muchos, que los colombianos comíamos gente. Les abrí las puertas del negocio, y aunque estaba lleno logré acomodarlos en algunos sitios y hablé con el resto del público explicándoles la situación. Recuerdo que el disjockey encontró pasillos ecuatorianos que sonaron en su honor y que muchos de los presentes les brindaron su solidaridad y hasta les permitieron bailar con sus acompañantes. Cuando se fueron, me dejaron una camiseta del Emelec, que aún conservo en mi casa de Cali y que recibí sin saber que años después sería un furibundo Barcelonista.

También, siendo apenas un jovencito, el director de "Occidente" uno de los primeros diarios en que trabajé, no encontró a nadie más a quién mandar al puerto de Buenaventura para entrevistar a "un famoso político ecuatoriano que viene deportado de su país desde una ciudad llamada Guayaquil". Era don Assad Bucarám El Malim, - nunca he olvidado ese nombre- quién me concedió un reportaje tempestuoso y a la carrera antes de seguir su viaje a Panamá.

Es así como, toda mi vida, de una u otra forma, estuve ligado a este Guayaquil en el que vivo- con algunas cortas escapadas- desde hace ya 20 años.

En 1987 me lancé como candidato a la alcaldía de Cali apoyándome en la inmensa sintonía de mi programa radial, y en el mes de Febrero, dia 20, un grupo de asesinos me acribilló a tiros frente a mi casa. Salvé milagrosamente mi vida pero perdí las elecciones por 2.000 votos y me convertí en una molesta piedra en el zapato de mucha gente. Entonces, enviado por la Divina Providencia, me llamó un día a mi emisora un señor quién se identificó como el Licenciado Galo Martinez Merchán. Me dijo que quería hablar conmigo y nos citamos en el comedor del Hotel Intercontinental de Cali. No se por qué no me sorprendió cuando me dijo que venía de Guayaquil, Ecuador y quería hacerme una propuesta de trabajo.

Acepté venir "sin compromiso", recuerdo, no solo por la curiosidad de conocer esta ciudad que tantas veces había aparecido en mi vida, sino por salvarme de un nuevo atentado.

El Guayaquil
de los 90s

Llegué a Guayaquil conduciendo mi propio carro, una tarde de domingo, en pleno invierno. Hacía un calor infernal y como diría García Marquez " se desmigajaba el cielo en unas tempestades de estropicio..", mientras yo cruzaba asombrado el puente mas largo que había visto hasta entonces- el de la Unidad Nacional- y me internaba en la ciudad donde montones de basura flotaban a su antojo en una inundacíon que convertía sus calles en rios. Confieso que de entrada, casi me devuelvo. Pero pudo mas la curiosidad. Corría el año 1989 y luego de subir el cerro del Carmen y bajar al centro me encontré con el malecón que había imaginado tantas veces y con el rio inmenso del que hablaba mi abuela Rosario.

Recuerdo que detuve el carro en uno de los parqueaderos del Malecón y que en medio de la lluvia me detuve a observar la grandeza del Guayas, inmenso y eterno.
-Por la mañana fluye hacia el otro lado...- me explicó un betunero guayaco, mi primer amigo- por la tarde baja la marea y la corriente cambia...

Pensé que el mar quedaba muy cerca y mi betunero "pana" me contó que estaba a una hora de distancia y que teníamos una parte de él incrustada como un cuchillo en la ciudad: el salado. Me mojé muchísimo pero cuando llegué al Grand Hotel Guayaquil, el primer sitio donde me alojé en esta ciudad, ya el bicho de la curiosidad me había picado. Guardé el auto, tomé un taxi por horas y durante las cuatro siguientes, con un taxista flaco y bigotudo del que nunca volví a saber, me dediqué a recorrer esta, la que hoy es la ciudad que amo.

Así, al día siguiente, cuando desayuné en "La Canoa" con el Licenciado Martínez, ya conocía los entonces nacientes Guasmos, las esclusas, los cerros y hasta había visto salir del que me pareció el estadio mas enorme del mundo, a una masa amarilla y sudorosa de cholos, indios y blancos, con sudadas camisetas amarillas y banderas con un toro pintado. Eran los hinchas barcelonistas que abandonaban el Monumental luego de ganarle un clásico al Emelec. Recuerdo su alegría, sus grítos y cánticos y pensé para mi: "A estos les voy a vender periódicos". No imaginaba que, con el tiempo, habría de ser uno mas de los sudorosos fanáticos amarillos que abandonaban el estadio una tarde lluviosa, con el sabor del triunfo- en ese entonces - en la boca.

Esa mañana, acepté ser el Editor General de "la EXTRA" como la llama mi pueblo y comenzó para mí la comunión espiritual con una ciudad y un pueblo al que amo y del que me considero parte. No imagino sinceramente mi vida, lejos de Guayaquil.

Guayaquil,
por siempre

Han pasado 22 años. En el transcurso de los mismos aprendí a comer encebollado, a partir cangrejos a martillo limpio, a saborear la tripita miski de la l7, a chupar en el barrio Cuba y - toca confesarlo- en la 18, a sentarme en la vereda a tomar pilsener por poquitos en vaso grande viendo jugar el indor callejero,a saber escoger los mejores sanduches de chancho, a recorrer el suburbio, la trinitaria - que en ese entonces era mas peligrosa que ahora aunque cueste creerlo-a vivir en sitios tan disímiles como la primera y circunvalación en Urdesa, el piso 22 del edificio Huancavilca en plena plaza del Centenario o en la 17 y San Martín. Me enamoré de esta ciudad como se ama a una mujer prohibida y aunque me voy a ratos, generalmente con el alma rota, siempre regreso a sus brazos generosos y cálidos. "Uno no es de donde nace, sino de donde tiene un muerto", decía doña Ursula Iguarán en "Cien años de Soledad" y los restos de mi hijita guayaca Ana Lucía que solo me duró 10 días, reposan en el cementerio central muy cerca de la tumba de Julio y mas cerca aún de la de mi entrañable CARR. Y otra hija guayaca, Sonia, quién ya tiene 15 años, me acompaña a ratos en mis domingos solitarios.

He aprendido mucho en estos años sobre este Guayaquil de mis amores, que en esa época era también el Guayaquil de la basura, del abandono, de las calles rotas, de los malos olores. Lo he visto transformarse bajo la varita mágica de León y de Nebot para convertirse en la gran metrópoli que es hoy día y se que aquí encontré a los mas grandes y entrañables amigos de mi vida.

Hoy, que se cumple un año mas de la fundación de esta urbe  que me adoptó como a uno de sus hijos, he querido recordar mi historia con esta ciudad mujer, ciudad amante, a la que solo dejaré cuando me saquen con los pies por delante, si Dios así me lo permite. Es mi historia y es la historia de muchos, de miles, no solo "colombiches" como yo, sino ecuatorianos de otras regiones, extranjeros de otros países, que llegaron a puerto, anclaron y se quedaron aquí para siempre.

Por eso, cuando hace algún tiempo visité Colombia y alguien me echó en cara mi Guayaquileñismo a ultranza, discutí con fiereza. Y cuando me dijo: "!ah, es que tu ya eres mono!", le respondí sin dudarlo: ¡ A mucho honor !

Y es que ya era mono, sin saberlo siquiera, cuando la abuela Rosario me arrullaba en sus brazos, al vaivén de la vieja mecedora, escuchando la música que hasta hoy, me hace chupar, reir y llorar.
No nací aquí, es cierto. Pero soy de aquí. ¡¿Como explicarlo?!

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